La indignación hacia todo lo que
rodea la res publica que viene
demostrando la sociedad española, especialmente en los dos últimos años, y que
se expresó en movilizaciones espontáneas y atomizadas como fueron los
movimientos del 15M, del 22M y otros posteriores, no debe ser tenida por
temporal ni por coyuntural. Esta indignación visualizada ahora en la última
encuesta de Metroscopia, en la que
parece comprobarse el anhelo de una parte importante de la sociedad por forjar
un escenario político y social más transparente, democratizado, y acorde con
los tiempos que unas generaciones que no vivieron la transición desean
protagonizar, es la que exige ajustar de una vez por todas sus cuentas
pendientes con una banda de corruptos y arribistas a la política, que adulteran
el noble ejercicio de la misma.
La irrupción en el escenario electoral de una
fuerza como Podemos no es sino la respuesta del conjunto de la sociedad al
expolio que ejerce una generación entera de cínicos y prepotentes
representantes de la soberanía popular, encuadrados en los dos grandes partidos,
los cuales, en un ejercicio de malabarismo e ingeniería de la levitación, no
han sabido entender nada de lo que está ocurriendo en el seno de la sociedad a
la que dicen representar.
Nadie sabe a ciencia cierta lo que
ocurrirá a partir de las próximas elecciones generales, y si se reproducirán
los resultados que augura esa encuesta ó si, por el contrario, el vértigo ante
lo desconocido obrará de urgencia en favor del viejo bipartidismo, pero una
cosa parece clara, y es que ya nada será igual. Y es precisamente en ese
escenario en el que algo cambiará, por poco que sea, y donde los elegidos
futuros gobernantes deberán intentar entender lo que desea la sociedad española
del siglo XXI.
De entre todo el abanico del amplio desideratum cristalizado a partir del
cambio de nuevas promesas y esperanzas anunciadas para la población, por parte
de las formaciones políticas que concurrirán al proceso electoral, no cabe el
ignorar cómo debería afectar ese cambio (leve o radical) a la gestión y oferta
de prestaciones asistenciales de los distintos servicios públicos en general, y
de la sanidad en particular.
La sociedad española se ha
pronunciado, mayoritaria y reiteradas veces, en favor de mantener un sistema de
salud público, financiado, gestionado y prestado con recursos públicos, y
adecuado a las necesidades de salud de la población y no sometido a las
veleidades de criterios economicistas que, casi siempre, se acaban supeditando
a la ley de lo rentable en términos monetarios, sin considerar que la salud
individual y colectiva debe estar por encima de criterios de naturaleza
mercantilista.
Pero más allá de mantener la
gratuidad, universalidad, y equidad de este sistema sanitario público, (aspectos
éstos por cierto no negociables para el modelo sanitario a reparar tras el
deterioro causado por la ley 16/2012), hay otro aspecto de este modelo que se
suele obviar y que, en nuestra opinión, es sustancial para el deseable
funcionamiento del sistema sanitario, así como para su viabilidad y
mantenimiento. Y estamos hablando de la participación de la población, y de la
capacidad que debe otorgársele a ésta para que se implique, debata, planifique
y elija las prioridades que deben regir para la obtención de la mejor salud
colectiva deseable, así como para auditar periódicamente su gestión y la consecución
de objetivos. Consiste, para ser más claros, en conseguir democratizar el
sector de la salud, acercándolo a sus legítimos dueños que no son otros que los
propios ciudadanos y ciudadanas. Y todo
ello en un marco en el que los gerentes y gestores deberán profesionalizar sus
decisiones siempre en base a los criterios que la población, con el
asesoramiento técnico de los profesionales, decida y consensúe en los foros que
al efecto habrá que constituir. La sociedad debe empoderarse y hacerse oir ante
las presiones e intereses bastardos que abundan en el sector sanitario, y
deberá demostrar su madurez comprometiéndose a participar en el devenir de su
sistema sanitario, el cual siempre nos resultará insuficiente (pues los
recursos nunca son ilimitados), pero al menos deberá ser coherente con lo que
la población, libre e informada, decida.
Así pues, si resulta cierto que nada
será igual a partir de las próximas elecciones, lo que parece irrenunciable es
que la propia sociedad deba comenzar a trabajar, sin esperar cuatro años para
otra convocatoria en urnas (interpretación reduccionista y trivial de lo que
debe ser la democracia), para así, día a día, participar, formarse e
informarse, debatir y planificar su propio sistema sanitario, su gestión, su
financiación, sus objetivos y su provisión. La constitución de un Foro Social Sanitario con verdadera capacidad
decisoria en sus distintos niveles asamblearios, es decir, estatal, autonómico,
de áreas de salud, municipal, de barrio, etc…es el reto que se nos presenta. Algunas
y algunos ya estamos trabajando en ello.
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