viernes, 7 de junio de 2013

Wert y los dioses, una alianza primitiva al fin y al cabo...

      Un día, en alguna parte, escuché algo que no he olvidado por lo expresivo de su retórica y por la contundencia de su mensaje. Supongo que la autoría de la frase corresponderá a algún sacerdote oriental ó de alguna religión politeísta, pero debo confesar que lo ignoro. La frase, que bien podría ser un antiguo proverbio, rezaba algo así...
“Los dioses, cuando quieren premiar al hombre, le llenan su cabeza de sueños...y cuando le quieren castigar, hacen que se cumplan”...
     Así de sencillo y, sin embargo, así de profunda, se me antoja esta reflexión sobre las ilusiones, los sueños, los anhelos, y las ambiciones humanas, como también así de sencillo es cómo este proverbio advierte del hastío y la barbarie que se derivan de las ambiciones desmedidas adquiridas por los métodos al uso en nuestra sociedad consumista, superflua, depredadora y voraz, y que hoy identificamos con nuestro opulento mundo occidental de naturaleza capitalista. Ello también tiene que ver, seguramente, con los modelos sociales en los que se han ido enterrando los valores que categorizaban nuestro comportamiento dentro de normas éticas que alguien, en algún momento de nuestra historia, debió canonizar para distinguir a nuestra especie de las demás.
     Ello debe, obligatoriamente, conducirnos a establecer cómo estos modelos insatisfactorios para la especie humana en su conjunto, y que se reproducen como un demoníaco bucle que se retroalimenta a sí mismo, está íntimamente ligado al debate de los diferentes modos de producción y, en consecuencia, con las luchas entre las distintas formas de entender la dialéctica de las relaciones de poder derivadas de esos modos de producción.
     Desde los orígenes de nuestra especie, lo esencial y único que tenía que hacer el ser humano era proveerse de los elementos más básicos para su subsistencia y la reproducción de su especie, y éstos no eran otros que el alimento y el agua. Pronto aprende las técnicas más rudimentarias de la incipiente agricultura, y comienza a combinar la técnica de la caza con la siembra de semillas y posterior cosecha para así alimentarse él y su tribu. Pero resulta que las inclemencias climatológicas y la dilación de los periodos naturales del campo para producir esos bienes o elementos básicos de subsistencia, le obligó a aquél ser humano a aprender a almacenar y acumular en previsión de épocas de escasez, como también le obligó a aprender a reparar y reponer las elementales herramientas de trabajo. La gestión de los excedentes de la producción agrícola, ya desde nuestra prehistoria, supuso la necesidad de aprender habilidades aritméticas muy elementales. Se admitió por consenso y evidente el cómo la utilización de determinadas técnicas, el uso de herramientas, la capacidad de medir y contar, y las capacidades físicas, no estaban al alcance por igual de todos los miembros de la especie en la misma medida, por lo que necesaria y espontáneamente surgía una categorización que seleccionaba fuerza, habilidades y capacidades. Nacen, por lo tanto, los diferentes roles y con ello las distintas clases sociales, y nace así también la diferencia entre ellas y la dinámica de la confrontación en las relaciones de poder.
Surgen intencionadamente los privilegios de unos y las insatisfacciones de otros, y así las clases dominantes establecen códigos de obligado cumplimiento que toman carácter jurídico, mientras se aseguran que, por medio de determinadas formas de enseñanza y divulgación, esa estratificación en clases debe perpetuarse para mantener esas relaciones de poder en la que algunos salen beneficiados en detrimento de otros. Ese estado de cosas suscita que los menos beneficiados adopten una actitud de negación de tales escalafones, llevando su disconformidad al terreno económico, al terreno del saber, al terreno del propio poder, y, finalmente, constituyéndose en argumentario ideológico. Por el contrario, las leyes y el ordenamiento jurídico recién diseñados responden a la necesidad de perpetuar la dominación existente de unos sobre otros, y paralelamente se establecen pautas y códigos de ideas y costumbres que manan del propio sector dominante en aras de reproducir y mantener los modos de producción que esclavizan a unos para el enriquecimiento de otros.
    Así se explica cómo, en los Estados modernos, se tiende a reproducir el modelo productivo y las relaciones de poder prexistentes, se tiende a diseñar todo un cuerpo doctrinal jurídico que proteja y perpetúe esa escala social, y ése Estado se esfuerza en generar todo un aparato ideológico que empape las voluntades de los más jóvenes para convertirles en súbditos serviles que no aprecien la injusticia de su propio origen y destino. Y es que Gramsci tenía razón: No existiría esa falsa alianza de clases si no existiesen previamente aparatos ideológicos de hegemonía. Y esto tan sencillo es lo que está detrás, en nuestros días, de las propuestas ultraconservadoras en materia de políticas educativas que enarbola el actual ministro de educación Jose Ignacio Wert.
                        (Fuente.- Propia del editor. Soporte bibliográfico.- Tuñón de Lara, Antonio Gramsci)
      


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